Mi lectura de La Castañeda
Por Ireri
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En el año 2010, cien años después de la inauguración del Manicomio General, salió a la luz La Castañeda, libro en el que la historiadora mexicana Cristina Rivera Garza[1] reúne el resultado de sus investigaciones para acercar a los lectores a la historia del recinto y a las personas que lo habitaron.
En la introducción, explica cómo sus palabras nacieron de otras que se encontraban ocultas entre los archivos clínicos. En las líneas manuscritas o mecanografiadas de los viejos expedientes, la autora reconoce una estrecha relación entre médicos e internos que surge a partir de las narraciones que los pacientes hicieron de sus padecimientos. El expediente médico se convierte, pues, en el repositorio de indecibles dolencias, duras pérdidas y profundos sufrimientos: un pequeño pero significativo espacio que registra para la posteridad la existencia de vidas olvidadas. Así pues, el discurso de los internos motiva la escritura de Rivera Garza, quien advierte al lector que el propósito del libro no es “dar voz a los sujetos históricos que cuentan […] con voz propia” (15),[2] sino “colocar al paciente […] en el centro de la historia” (24).
El primero de los siete capítulos que conforman el libro presenta el contexto político, económico y social que definió el nacimiento de La Castañeda. En 1883, con Porfirio Díaz en el poder, comenzaron los proyectos de construcción, los cuales se prolongarían por más de 20 años. La creación del manicomio formó parte de una serie de políticas de urbanización con miras a la modernización del Estado; en ese momento, las ideas de orden y progreso dictaban la nueva configuración de la capital del país como un ejemplo de vanguardia.
El proyecto final fue presentado por los ingenieros Luis De la Barra y Salvador Echegaray en 1905; en él se especificaban dimensiones, distribución y función de los distintos edificios, y se contemplaban aspectos relacionados con el personal y las actividades médicas y administrativas. Era una propuesta ambiciosa que requería grandes sumas de dinero para su realización y mantenimiento.
En el porfiriato, la ciudad de México era una amalgama de individuos cultural, social y económicamente separados. Esta característica se incorporó al manicomio que, desde sus orígenes, estuvo marcado por la división. Construido en terrenos alejados del centro urbano (en el entonces pueblo de Mixcoac) para “evitar contagios”, el hospital nació separado del mundo exterior. Del mismo modo, los espacios interiores fueron diseñados para mantener la distancia entre los pacientes, clasificándolos de acuerdo con su sexo, edad, tipo de demencia, nivel económico, entre otros (44). Rodeados de amplios jardines, los 25 edificios reflejaban las ideas porfirianas de un orden social jerárquico.
El complejo arquitectónico se distinguió por su majestuosidad y belleza afrancesada. En el edificio de Servicios Generales, el más representativo del lugar, se encontraban las oficinas administrativas, el pabellón de observación, la sala de fotografía, la farmacia, la cocina, un teatro, una biblioteca y otros servicios (59). Las terapias de electrochoque se realizaban en la enfermería, mientras que, para las terapias acuáticas, se construyó una zona con albercas, tinas de baño y regaderas. El manicomio también contaba con huertos, establos y talleres; un laboratorio, un anfiteatro y una cancha de básquetbol.[3]
Poco tiempo después de la inauguración de La Castañeda, que se realizó el 1 de septiembre de 1910 e inició los festejos por el Centenario de la Independencia, la Revolución estalló, impidiendo que el moderno proyecto pudiera cumplir cabalmente sus funciones. Las constantes revueltas generaron una crisis que atacó duramente el hospital: a la falta de recursos económicos, materiales y humanos se sumó el incremento de internos debido a la indigencia provocada por los movimientos armados. A pesar de algunos intentos de rescate por parte de las autoridades del manicomio en años posteriores, el paulatino deterioro del espectacular recinto fue irreversible. Con la llamada Operación Castañeda[4] el hospital-asilo fue abandonado y destruido para dar paso a nuevos hospitales psiquiátricos y a las granjas para alienados, distribuidas en diferentes puntos de la República Mexicana.
El capítulo segundo describe la vida del personal del hospital y de los internos: sus rutinas, sus actividades y responsabilidades, así como las reglas y restricciones a las que fueron sometidos para mantener el orden y las buenas conductas.
El Manicomio General requería una cantidad considerable de trabajadores dadas sus dimensiones y su función como hospital-asilo. El puesto más importante lo ocupaba un médico psiquiatra que el Estado, a través de la Secretaría de Gobernación, designaba como director. Después de él seguía el administrador-contador, otro médico psiquiatra que se encargaba del presupuesto, la supervisión de los empleados y los reportes estadísticos; mientras que en el tercer puesto se encontraba el jefe del departamento de admisiones, quien era responsable del archivo de la institución.
El primero en la jerarquía médica era el director, seguido del jefe de residentes, del que dependían dos médicos residentes. También estaban los jefes de departamento de hombres y mujeres que supervisaban el trabajo de cinco médicos externos. Generalmente, las funciones médicas eran desempeñadas por los dos médicos residentes y los cinco externos, esto es, siete médicos para atender una población aproximada de mil internos, cifra calculada en los primeros años de vida del manicomio (76).[5] Los enfermeros, que podían ser de primera o segunda categoría, tenían a su cargo numerosas responsabilidades que debían asumir con disciplina y eficiencia a cambio de sueldos irrisorios. Lo mismo sucedía con los asistentes, quienes apoyaban a los enfermeros y se dedicaban a la limpieza, alimentación y contención de los internos por un salario miserable.
La mayor parte del personal debía permanecer en el hospital las 24 horas del día en fechas fijadas previamente. No podían tener contacto entre ellos, sobre todo entre mujeres y hombres –a menos que se tratara de asuntos estrictamente laborales– pues era necesario evitar comportamientos indecentes. La separación para impedir las conductas moralmente inadecuadas también se aplicó entre los internos: las mujeres ocupaban el lado este del recinto y los hombres el oeste.
En la admisión de los internos intervenía el Estado, la Inspección Policiaca y la familia. Para que una persona pudiera ser admitida, la institución solicitaba un documento médico oficial que justificara el internamiento. Una vez adentro, el interno era despojado de sus pertenencias, rapado y uniformado[6] (este procedimiento no se cumplía con el que pagaba una mensualidad). Enseguida se le asignaba un pabellón, donde convivía con personas del mismo sexo y enfermedad, y comenzaba con una rutina diaria de visitas médicas y actividades laborales, lúdicas y deportivas.
Por lo general, los internos eran jóvenes de entre 20 y 40 años que no contaban con recursos económicos y carecían de una red de apoyo (83). Para muchos de ellos, y debido a la caótica situación del país, La Castañeda fue un refugio; para otros, un lugar de violencia y explotación laboral que solo podían abandonar con la autorización de un médico, o bien, furtivamente, aprovechando la falta de personal de vigilancia.
El tercer capítulo hace un recuento de los mexicanos que, con su experiencia práctica y sus investigaciones, contribuyeron a impulsar el interés por el estudio y el tratamiento de las enfermedades mentales. Uno de ellos fue el doctor Miguel Alvarado, director del Hospital del Divino Salvador,[7] quien realizó estudios sobre la epilepsia y el alcoholismo en las mujeres. Su alumno Mariano Rivadeneyra también colaboró con el desarrollo de la psiquiatría al considerar que los disturbios mentales eran producto del desenfrenado avance de la modernización, fenómeno que afectaba a todos por igual, pero que se agudizaba en algunas personas debido a su posición social y a la educación recibida. Por su parte, José M. Álvarez, médico del Hospital San Hipólito,[8] apoyaba los métodos coercitivos, como el aislamiento y la camisa de fuerza y, en menor grado, las actividades lúdicas y laborales, así como las prácticas religiosas.[9]
Pero los médicos no eran los únicos especialistas interesados en los problemas mentales. Criminólogos y abogados estudiaban las desviaciones conductuales que intervenían en la ejecución de actos violentos, relacionándolas frecuentemente con la falta de trabajo y el alcoholismo, condiciones asociadas a las clases bajas.
A principios del siglo XX algunos análisis sobre criminalidad, como el que presentó el abogado Julio Guerrero,[10] contribuyeron a reforzar la idea de que los actos criminales eran resultado de la locura provocada por la pobreza. Guerrero defendía la intervención de varios factores (ambientales, geográficos, evolutivos, hereditarios) en la “degeneración de las clases inferiores”, condición que les impedía “interactuar saludablemente en ambientes civilizados”. El abogado señaló la necesidad de aislar y castigar a los inadaptados para controlar y corregir sus degenerados comportamientos. El enfermo mental se convertía así en un peligroso criminal que atentaba contra la salud, el orden y el progreso de la nación.
Mientras tanto, estos “criminales”, ajenos a los apasionados discursos y profusos tratados en los que aparecían como protagonistas, eran recluidos casi siempre contra su voluntad por una solicitud gubernamental (115). El diagnóstico de una posible enfermedad iniciaba entre los encargados del orden, como la policía, quienes enviaban al manicomio a los que deambulaban por las calles con actitudes impropias (alcohólicos, prostitutas, indigentes). Las familias de los internos también participaban activamente en los procesos de confinamiento, aunque de manera indirecta, a través de un certificado médico que podían obtener a bajo costo en las oficinas de la policía.
La Castañeda representó para muchas familias una oportunidad para deshacerse de sus familiares indomables; al mismo tiempo, fue un alivio para los que no tenían los medios necesarios para hacerse cargo de sus parientes enfermos; de igual manera, significó una esperanza para aquellos que deseaban la recuperación de su ser querido.
La población del hospital era muy diversa: personas de todas las edades y clases sociales, de diferentes partes del país, con ocupaciones muy variadas, vivieron entre los muros del inmenso lugar. La enfermedad con más registros en los primeros años fue la epilepsia, seguida del retraso mental y la demencia precoz. La locura moral[11] también fue uno de los principales padecimientos mentales durante la primera década del siglo XX. Los médicos elegían este diagnóstico cuando las mujeres, a causa de su rebeldía e insumisión, demostraban una evidente incapacidad para seguir las normas de la decencia dictadas por la sociedad porfiriana.
En el capítulo cuarto se presentan breves historias de vida de algunas internas, a veces narradas y escritas por ellas mismas, otras registradas en citas indirectas anotadas por los médicos. Se trata de crudos testimonios que muestran situaciones de vida similares: conflictos familiares, abandono, violencia física y psicológica.
La narración que Luz escribió de su padecimiento, seguida de las impresiones del residente Agustín Torres, es solo un ejemplo de la cercana, aunque tensa relación que se estableció entre médicos e internas en los primeros años del manicomio, ajena a la que solía exponerse en los estudios científicos. Estos contactos eran poco frecuentes y no eliminaban las jerarquías institucionales, sin embargo, revelan una activa intervención de las internas en la elaboración de sus expedientes. Para Cristina Rivera Garza, las palabras de estas historias clínicas ‒la descripción de la interna y la interpretación del médico‒ no son discursos opuestos, sino “textos de múltiples voces en los cuales ambos actores implicaron y entretejieron sus propias concepciones relacionales de cuerpo, mente y sociedad” (131).
Con el paso del tiempo, diagnósticos y expedientes experimentaron cambios radicales, no tanto por los avances médicos, sino como reflejo del caos que imperaba en el país. La proximidad médico-paciente se diluyó a partir de 1930 cuando los psiquiatras, apegándose al discurso revolucionario que preconizaba el progreso y el bienestar social, y anhelando el reconocimiento de su profesión, empezaron a elaborar expedientes con un contenido menos subjetivo para demostrar la seriedad y el valor científico de su trabajo. Decidieron eliminar las conversaciones con las pacientes y diseñaron un formato estándar, que debía escribirse a máquina y no a mano, al que añadieron pruebas de laboratorio, indispensables para justificar sus diagnósticos que, por cierto, ya no completaban con observaciones personales.
El alcoholismo y el consumo de drogas, asociados con la criminalidad y la pobreza, se colocarían entre las enfermedades más comunes, sobre todo en los varones, mientras que la locura moral sería sustituida por la sífilis, enfermedad igualmente ligada a las conductas “inmorales” de las internas y que, en ese entonces, se consideraba una epidemia a nivel nacional.
El quinto capítulo repasa la historia de la fotografía en México, haciendo hincapié en su uso como herramienta de división y clasificación social. Desde 1839, cuando las primeras cámaras llegaron al país (189), la fotografía proporcionó información valiosa de rostros y cuerpos que permitió definir y reconocer tanto lo socialmente deseable (el poder, la riqueza, la educación y la salud) como lo indeseable (la pobreza, la ignorancia y la enfermedad). Las clases altas acudían a los estudios fotográficos para obtener la preciada tarjeta de visita que confirmara su privilegiada posición social. Vestimenta, peinados, poses y escenografía aseguraban un lugar importante en el álbum familiar y en la historia visual del país. Paralelamente, los fotógrafos errantes recorrían el país en busca de la toma perfecta de paisajes y pueblos, documentando el aspecto de las clases pobres: pieles oscuras protegidas por rebozos y sombreros.
El retrato oficial se usó por primera vez en las cárceles mexicanas, dando inicio al sistema de identificación y registro para clasificar y controlar. El historial del delincuente iba acompañado de dos fotos (una de frente y otra de perfil hasta los hombros) sin pose y con una iluminación uniforme para neutralizar las expresiones faciales (197). De este modo, la apariencia del convicto se estandarizaba para mostrar a la sociedad el nuevo rostro del crimen.
Esta unidad visual que materializaba los miedos más profundos de la élite porfiriana se reprodujo en los retratos de los internos del manicomio. En el libro de registro y en la parte superior del expediente, cientos de fotos ovales de las más variadas fisonomías y expresiones forman una colección de rostros curiosamente similares que, en la misma posición y bajo el mismo foco, confirman el afán de crear “imágenes visuales estables de la demencia” (213).
Además de los retratos oficiales de los pacientes, otro tipo de fotografías ayudó a uniformar la fachada de la locura y, de paso, a promover la importancia de la psiquiatría. Médicos de semblantes serenos, limpios y bien vestidos, al lado de pacientes despeinados, harapientos y en posturas descompuestas, acentuaban la diferencia entre orden y desorden, entre superioridad e inferioridad: dicotomías que respaldaban los discursos modernizadores del progreso y el bienestar social.
En el sexto capítulo el lector tiene acceso al expediente de Marino García, minuciosamente analizado por la autora. Todo lo hasta ahora expuesto sobre la relación médico-paciente, la elaboración del expediente y la intervención del interno en la creación de su historial médico se condensa hábilmente en las líneas de estas páginas.
Acompañado de un individuo no identificado, Marino García llegó a La Castañeda a finales de octubre de 1919 por haber golpeado en la cara a un general. Tras 12 años de internamiento fue dado de alta abruptamente, solo para regresar 10 años después. En el expediente del primer ingreso, escrito a mano, Rivera Garza identifica un estrecho contacto entre médico y paciente, contacto que desaparece en el documento que registra el alta de Marino, ahora mecanografiado y con un formato burocrático. Una década más tarde, sin embargo, la forma de registro para el reingreso muestra una mayor profesionalidad: redacción, diagnóstico, anotaciones, entre otros elementos, evidencian una evolución positiva en el ejercicio de la psiquiatría, la cual, según la autora, habría permitido conservar la narración de Marino como él la pronunció.
Lamentablemente, la historia de Marino, como muchas otras, no suele ser relevante para los estudios históricos, cuya atención se dirige a los individuos que, se cree, han sido agentes sobresalientes en los acontecimientos importantes del pasado. Rivera Garza cuestiona esta tendencia y señala la necesidad de ampliar el concepto de agente. Tras leer cientos de expedientes, reconoce el sufrimiento como una constante en las narraciones de los padecimientos e insiste en su valor como experiencia social y cultural, esencial en la reconfiguración de la historia. El acto del sufrimiento otorga a los sufrientes un papel decisivo como actores vitales ‒y no víctimas pasivas‒ de los procesos históricos. Eclipsados por los rostros broncíneos de la historia, las múltiples formas en las que “identifican, soportan y desenmascaran las fuentes de su desgracia” (243) han sido sistemáticamente ignoradas por la mayor parte de los historiadores. Rivera Garza concibe al interno de La Castañeda como un agente trágico, pues afirma que “el sufrimiento destruye pero también confiere dignidad, un estatus moral más alto, a quien sufre” (243).
El séptimo y último capítulo del libro contiene algunas reflexiones acerca del papel del historiador como transmisor de la memoria colectiva, así como la propuesta de un modo alternativo de escribir la historia.
Para Cristina Rivera Garza es posible y deseable que los libros de historia, enfocados en acumular secuencias de eventos, se sustituyan por textos que establezcan un diálogo con el lector a través de una escritura menos rígida, producida de manera etnográfica. El historiador que esté dispuesto a experimentar este tipo de escritura deberá transitar por caminos distintos; uno de ellos consiste en reconocer la imposibilidad de contar la historia tal como pasó, ya que, por lo general, esta se compone de una serie de situaciones contradictorias, diálogos interrumpidos y rutas abiertas, que impiden tener la versión final de los hechos (258). En el caso de los internos del Manicomio General, la intención de narrar cómo pasaron las cosas en sus vidas es estéril, puesto que en sus expedientes confluyen multitud de escrituras que vierten diferentes perspectivas en torno a sus internamientos ‒la del médico, el policía, el familiar, el paciente mismo‒ y, por lo tanto, impiden la formulación de una versión única.
La producción de un texto etnográfico también requiere el empleo de estrategias narrativas que rompan con el rigor lineal del libro histórico académico. Para ello, el historiador tiene a su alcance los principios del collage, cuya función es “sostener tantas versiones como sea posible y colocarlas tan cerca una de la otra como para provocar el contraste, el asombro, el gozo” (260).
Es vital, pues, que el escritor del nuevo libro de historia identifique y acepte todas las versiones accesibles y las integre orgánicamente, con el objetivo de ofrecer una lectura fluida y flexible que no imponga conclusiones absolutas ni pretenda brindar todas las respuestas. La escritura histórica etnográfica contiene en sí misma un no-saber que la convierte en “un espacio apto para albergar la marca de lo que no se entiende o de lo que cada vez se entiende menos y cada vez con mayor incertidumbre” (262), generando mecanismos de reflexión y crítica que promueven una constante interacción y retroalimentación entre el escritor, el lector y la historia.
Con La Castañeda, Cristina Rivera Garza nos introduce de una manera sencilla y ágil en el complejo mundo del Manicomio General. La información que la autora ha ido recopilando con los años se concentra en las páginas de este libro para desvelar las dramáticas circunstancias del hospital y de quienes vivieron en él.
Es, sin duda, una lectura obligada para todos los interesados en el fenómeno de La Castañeda, por la gran cantidad de datos que ofrece y que se integran en una exposición clara y accesible. Hay que decir, sin embargo, que la advertencia inicial de que el paciente ocuparía el centro de la historia no se cumple cabalmente. La curiosidad del lector por conocer un poco más sobre las “narrativas dolientes” de los internos queda insatisfecha, pues Rivera Garza, al escribir de los múltiples factores que intervinieron en la construcción de esta institución, desarrolla otros temas –como el papel de la criminología y la fotografía– que, aunque de incuestionable relevancia, impiden adentrarse por completo en la realidad de los internos y en la configuración de las relaciones que establecieron con los médicos, con otros internos y con el manicomio mismo. Aunque sabemos que los testimonios son escasos, habría sido interesante conocer otras historias a profundidad, como la de Luz y Marino, para tener una visión integral de estas narrativas.
Naturalmente, esto no demerita en modo alguno el valor de La Castañeda como un importante material de divulgación, ni el gran trabajo de investigación de Cristina Rivera Garza quien, con su extraordinaria pluma, nos brinda una experiencia de total inmersión en uno de los episodios más oscuros de la historia de México.
[1] Originaria de Matamoros, estudió Sociología en la UNAM y se doctoró en Historia Latinoamericana en la Universidad de Houston. Ha sido reconocida en varias ocasiones con los premios mexicanos más prestigiosos gracias a su importante y vasta obra que abarca distintos géneros, entre los que se encuentran la novela, el cuento, el ensayo y la poesía.
[2] Rivera Garza, Cristina. La Castañeda. Narrativas dolientes desde el Manicomio General. México, 1910-1930. México: Tusquets, 2010.
[3] Algunas imágenes del hospital, sus habitantes y visitantes pueden verse aquí.
[4] Es el nombre que se le dio al proceso de desmantelamiento de La Castañeda por parte del presidente Gustavo Díaz Ordaz, quien en 1965 ordenó la creación de nuevos espacios para la atención psiquiátrica con el fin de cerrar el manicomio, clausurado definitivamente en 1968. Más información aquí.
[5] Médicos varones en su mayoría. Los registros de personal solo reportan la presencia de una doctora en 1915 (Nota 17 del capítulo II).
[6] El uniforme de los hombres era azul, dato que me hace pensar en la paradoja de este color en la historia de los manicomios: para los internos italianos, fue el color de la libertad; para los internos mexicanos, el del encierro.
[7] El doctor Alvarado fue nombrado director del Divino Salvador en 1860 (92). Este hospital, también conocido como “La Canoa”, atendía mujeres con problemas mentales. Más información aquí.
[8] Hospital del México colonial exclusivo para hombres. Sus pacientes fueron trasladados, junto con las del Divino Salvador, a La Castañeda.
[9] José M. Álvarez defendió estas y otras ideas en su Estudio teórico-práctico del tratamiento moral de la locura, que se publicó en 1880 (97).
[10] En su libro La génesis del crimen en México. Estudio de psiquiatría social, publicado en 1901 (105).
[11] James Prichard la atribuyó a las personas que distinguían el bien del mal, pero que no podían controlar los impulsos malignos (123).